A continuación reproduzco una entrada del blog la mirada del mendigo... merece la pena leerla... después sobran las palabras...
El presidente de las Nuevas Generaciones del Partido Popular en Madrid, dijo, inspirado, en un mitin, que lo que está de moda es ser de derechas, y que los de izquierdas son unos carcas, porque "están todo el día con la guerra del abuelo, con la memoria histórica".
Este niñato es un mal nacido...
Artículo 578 del Código Penal:
[...] la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares se castigará con la pena de prisión de uno a dos años.
Lo que más me ha ofendido de la alocución de ese miserable es que sostenga que "los de izquierdas" estamos todo el día narrando las batallitas del abuelo; a mi alrededor, lo que siempre he recibido de esa época ha sido una losa de colosal silencio.
Bien, hablaré de las batallitas de mi abuelo...
Mi abuelo era maestro de escuela en una de las comarcas más pobres de la Península, a raia seca que marca la frontera entre la provincia de Ourense y la comarca portuguesa de Trás-os-Montes. Supongo que ahora tocaría contar las hazañas heroicas de mi abuelo, en pos de la redención del género humano y la libertad. Pero esto no es una novela ambientada en la guerra, sino sólo el sucinto relato de lo que pasó aquellos días.
Si mi abuelo fue un héroe lo ignoro. Sé que estuvo haciendo el servicio militar en las colonias, y ello lo sé por el uniforme que lleva en la única fotografía que existe de él. La mayor heroicidad que le conozco es sacar adelante a una familia de once hijos, con la misérrima paga que recibía como maestro de escuela, complementada con el trabajo en la tierra.
Tuvo que ver cómo le morían tres de sus hijos. Uno, ya nació débil. Otro, de hambre. Y el tercero, con tres años, tuvo que ver como de un día para otro se le hinchaba el vientre y moría. Mi padre nunca se llegó a creer que esa muerte fuera natural, pero eso ya es otra historia.
Mi abuelo era un hombre profundamente religioso, que siempre se paraba a rezar un padrenuestro en el cruce de un camino, donde había una ermita. Ello lo sé porque mi padre, cuando pasábamos por esa encrucijada, lo recordaba. Poco más sé de mi abuelo, ya que mi padre nunca hablaba de esos tiempos. Recordar a sus padres le provocaba un dolor inextinguible que, ahora que mi padre me falta, comprendo.
Llegó la guerra y lo siguiente ya lo sabéis por los libros de historia. Galicia fue desde el principio controlada por los sublevados. Ya mediada la guerra, llegó a la aldea un mensaje: mi abuelo se tenía que presentar inmediatamente en el cuartel de la Guardia Civil, en la villa, a unos nueve kilómetros. Mi abuelo siempre arrastró problemas respiratorios, herencia que recibieron sus hijos. En esos momentos estaba postrado en cama, con una fuerte bronquitis. Habían llegado las lluvias y no se podía mover, con lo que mi abuela bajó a la villa, a presentar por él su documentación y excusarse por no poder asistir.
La respuesta del jefe del cuartelillo: si tengo que subir a buscarlo, es para matarlo.
Mi abuela volvió a casa con la sentencia de muerte. Mi familia no tenía ninguna bestia, así que tuvieron que hacer el camino a pie. Lloviendo, de noche, no pudo llegar muy lejos. Mi abuelo agonizó como un perro, a la vera de un camino, escupiendo sangre...
Son cosas de la guerra, quizá piense quien esto lea. En Galicia nunca hubo frente. De hecho, se podría considerar que mi abuelo era del bando ganador, pues era católico cumplidor y jamás se metió en política (la única política en esas tierras era la subsistencia, esas cosas eran para las villas y ciudades). Le habían llevado patatas, gallinas... todo lo que tenía para sostener al ejército sublevado. Y aún le habían llevado a su hijo mayor varón, mi padre, de aquella un crío que aún no había cumplido los dieciocho, al frente.
Mi abuelo murió con cuarenta años, a principios del otoño del 37. Esta historia nunca me la contó mi padre. Tendría unos diez años cuando la escuché, en un momento en que mi padre le recriminaba a su hermano, mi tío, algún comentario que no recuerdo, algún chascarrillo soez del estilo del que inicia esta entrada (mi tío era un hombre de derechas)
Aquella conversación se me quedó grabada a fuego. Ya de niño había muchas partes que me extrañaron. No sólo la crueldad de la historia. Me extrañó sobremanera la cara de sorpresa de mi tío, de incredulidad, al escuchar la historia.
Iso son contos, dijo.
Mi padre era por lo natural sosegado, pero cuando discutía sus ojos echaban chispas.
Contoumo mamá. Ti eras un neno.
Me chocó mucho el descubrir que mi padre también debía haber tenido una madre, a la que llamaba igual que yo lo hacía a la mía. Era evidente, claro, pero hasta entonces no me había imaginado a mi padre como un hijo. Había visto una foto de mi abuela. Vale, abuela. Pos muy bien. Yo veía una foto en blanco y negro de una mujer con una mirada de hierro. Hasta que ese día me quedé reflexionando, no entendí que las manos de esa mujer habían abrigado a mi padre en las noches de invierno.
Ver discutir a los dos hermanos no era nada nuevo, era su forma de quererse. Pero había cosas que no casaban: ¿Cómo es que mi tío no sabía cómo había muerto su propio padre? ¿Por qué mi abuela se lo había ocultado a sus hijos salvo, quizá, a la mayor, que al año siguiente emigró, embarazada, a Brasil para no volver? No entendía nada.
Si alguien le hiciera eso a mi padre, pensaba, quisiera conocer el nombre del responsable para arrancarle el corazón y hacérselo comer. ¿Cómo es que semejante barbaridad, que exigía reparación, era tratada como un secreto, casi una vergüenza? Habría que pregonarlo, que denunciarlo, que gritarlo a los cuatro vientos, para que cayera la condena sobre el criminal, de estar aún vivo y el oprobio sobre su familia, de haber muerto. De pequeño tenía, me figuro que como todos los niños, un profundo sentido de la justicia que la vida se encarga de transformar en resignación, a veces cinismo. Yo era un crío y no sabía nada; y ahora empiezo a entender, algo, de lo que pasó entonces.
Las siguientes palabras embarulladas que cambiaron, no las retuve. Sé que trataron de quién había dado esa orden, del porqué. Parece ser que hubo entre ambos, mi abuelo y el Guardia Civil, una discusión antigua, pero no recuerdo el caso. Alguna vez he intentado estrujarme la cabeza, bucear hasta en lo más profundo, para sacar el nombre del asesino. Mis oídos lo escucharon, y debe estar en alguna parte de mi serrín, pero cuando salgo a la superficie sólo tengo un puñado de arena mojada en la mano: su apellido era común, de los que acaban con el patronímico -ez. ¿Gómez? Y ni tan siquiera estoy de ello seguro.
Mi abuela pudo enterrar a su marido, pues de nada se le acusaba y había muerto por "causas naturales"; en ello tuvo ventaja respecto a otras viudas. No fue ni perseguida ni rechazada, al no ser del bando de los perdedores. De hecho, cuando de pequeño oía en la aldea hablar de mis abuelos, en boca de ancianos que los habían conocido, la expresión era de profundo respeto. De mi abuelo, los que se acordaban de él, decían que era un hombre.
De mi abuela, que se vio con ocho hijos que mantener, y el mayor herido en el frente, que era toda una mujer. Se reventó a trabajar para sacarlos adelante. Canto traballou esa muller!, decían los ancianos cuando se acordaban de ella. Tenía una ilusión: quería conocer el mar. Cuando mi padre empezó a ganar lo suficiente para ir con ella a Vigo, su cuerpo no dio más de sí y murió. Arrancaba la década de los 50. Esto último me lo contó una vez, que paseábamos por el casco viejo de Ourense, y pasamos por la casa donde habían vivido los últimos meses. Me sorprendió, porque casi nunca me hablaba de sus padres, si no es algún recuerdo cariñoso de su niñez. La impotencia de no poder dar ese regalo a su madre fue otro clavo en su alma.
Ésa es la batallita de mi abuelo. Como veis, en ella no hubo ni heroicidades, ni grandes gestas ni medallas. Ni por la libertad del pueblo, ni por Dios, ni por la Patria. No es una historia de honor y gloria, sino de miseria y sufrimiento. Irónicamente ahora, tampoco puedo contar a mi abuelo entre los represaliados por el fascismo por defender la República, porque mi abuelo jamás hizo tal. Ni murió fusilado, ni lo sepultaron en tal fosa. No; murió en un camino, en brazos de su mujer, debido a su enfermedad y recibió cristiana sepultura.
Aquella muerte pasó inadvertida entonces, y ahora tampoco a nadie le interesa. Creo que no le había contado esta historia a nadie antes, tampoco a mi me gusta hablar del pasado. El que estuvo en la guerra fue mi padre, y nunca me contó nada. Sólo una vez, que le pregunté por una cicatriz, que me estuvo hablando del médico alemán al cual me insistió que le debía la vida (fue desventrado por la metralla) y a la enfermera teutona que, al parecer, era tan eficiente como fría, y traía a todos los enfermos del hospital de campaña firmes. Sé que estuvo en la batalla del Ebro porque hace poco lo descubrí, buceando en algunos papelotes en una carpeta polvorienta. Y poco más.El recuerdo que guardó mi padre de esa guerra es una absoluta repugnancia por la violencia, que le llevaba a apagar la televisión ante mis más enérgicas protestas (me avergüenzo ahora por ello, de considerarle un "blandengue" por no soportar la visión de una escena de tortura en una película). Lo que allí vivió sé que fue otro de sus clavos.
Y en fin, ésa es toda la película. Hasta aquí, todo lo que sé de las hazañas bélicas de mi familia. La batallita del abuelo...
Creo que lo cuento hoy por dos cosas. Una, porque debo ser la única persona que queda viva que sabe cómo murió mi abuelo. No es que a nadie le importe una mierda, pero me da rabia que la agonía de aquel hombre en la noche se diluya en el tiempo como si no hubiera existido. No ya que quede impune, que es evidente que ya nadie va a ser castigado por aquello, sino que el recuerdo se extinga conmigo como si jamás ese sufrimiento hubiera tenido lugar. Como la agonía de un perro en la noche.
Por eso lo lanzo a la red, para que al menos en este torrente de información, la memoria de mi abuelo, así como la del criminal, permanezca viva.
La otra cosa por la que me he decidido a contarlo es al ver al niñomierda ése diciendo que siempre estamos con la batallita del abuelo. ¡Qué injusticia! ¡Cuánta perfidia hay en ese mamarracho! ¿Pero aún quiere que estemos más silenciosos? ¿Debemos estar aún más callados, para que su conciencia y la de su familia esté tranquila?
¿AÚN MAYOR SILENCIO CABE?
Setenta e un anos de silencio non foron dabondo para os asesinos, setenta e un anos desta longa noite de pedra.
Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido. En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente, la labor del duelo, que es del todo independiente de que haya o no reconciliación y perdón. En España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable. Por el contrario, se festeja una vez y otra, en la relativa normalidad adquirida, la confusión entre el que algo sea ya materia de historia y el que no lo sea aún, y en cierto modo para siempre, de vida y ausencia de vida. El duelo no es ni siquiera cuestión de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto, un recuerdo que puede ser doloroso o consolador, sino a aquel en que se patentiza su ausencia definitiva. Es hacer nuestra la existencia de un vacío.
Carlos Piera, Introducción a la antología poética "En los ojos del día" de Tomás Segovia.
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